jueves, 8 de noviembre de 2012

SE DEBE DE OBEDECER LOS 10 MANDAMIENTOS



Los 10 Mandamientos de la Ley de Dios

EXODO CAPÍTULO 20

1 Los Diez Mandamientos. 18 El pueblo se llena de temor. 20 Moisés lo reconforta. 22 Prohibición de la idolatría. 24 Instrucciones acerca de cómo construir un altar.
1 Y HABLO Dios todas estas palabras, diciendo:
2 Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre.
3 No tendrás dioses ajenos delante de mí.
4 No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra.
5 No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen,
6 y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos.
7 No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano.
8 Acuérdate del día de reposo* para santificarlo.
9 Seis días trabajarás, y harás toda tu obra;
10 mas el séptimo día es reposo para Jehová tú Dios; no hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni tu extranjero que está dentro de tus puertas.
11 Porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo el día de reposo* y lo santificó.
12 Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da.
13 No matarás.
14 No cometerás adulterio.
15 No hurtarás.
16 No hablarás contra tu prójimo falso testimonio.
17 No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo.
18 Todo el pueblo observaba el estruendo y los relámpagos, y el sonido de la bocina, y el monte que humeaba; y viéndolo el pueblo, temblaron, y se pusieron de lejos.
19 Y dijeron a Moisés: Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos.
20 Y Moisés respondió al pueblo: No temáis; porque para probaros vino Dios, y para que su temor esté delante de vosotros, para que no pequéis.
21 Entonces el pueblo estuvo a lo lejos, y Moisés se acercó a la oscuridad en la cual estaba Dios.
22 Y Jehová dijo a Moisés: Así dirás a los hijos de Israel: Vosotros habéis visto que he hablado desde el cielo con vosotros.
23 No hagáis conmigo dioses de plata, ni dioses de oro os haréis.
24 Altar de tierra harás para mí, y sacrificarás sobre él tus holocaustos y tus ofrendas de paz, tus ovejas y tus vacas; en todo lugar donde yo hiciere que esté la memoria de mi nombre, vendré a ti y te bendeciré.
25 Y si me hicieres altar de piedras, no las labres de cantería; porque si alzares herramienta sobre él, lo profanarás.
26 No subirás por gradas a mi altar, para que tu desnudez no se descubra junto a él.
1.
Habló Dios.
El escenario ya se había alistado para la proclamación de la ley moral que, siempre, de allí en adelante, ha permanecido como la norma fundamental de conducta 611
MONTE SINAÍ Y SUS ALREDEDORES
612 para incontables millones.  Nadie negará que éste fue uno de los sucesos trascendentales y decisivos de la historia. Tampoco puede nadie negar la necesidad vital que tienen todos los hombres de un código tal de conducta debido a sus imperfecciones morales y espirituales y su tendencia a hacer lo que es malo. El Decálogo descuella por encima de todas las otras leyes morales y espirituales. Abarca toda la conducta humana. Es la única ley que puede controlar con eficacia la conciencia. Es un manual condensado de la conducta humana que abarca todo lo que atañe al deber humano en todos los tiempos.  Nuestro Señor se refirió a los mandamientos como el camino por el cual se puede alcanzar la vida eterna (Mat. 19: 16-19).  Son adecuados para toda forma de sociedad humana; son aplicables y están en vigencia mientras dure el mundo (Mat. 5: 17, 18).  Nunca pueden volverse anticuados pues son la expresión inmutable de la voluntad y del carácter de Dios.  Con buena razón Dios los entregó a su pueblo tanto oralmente como por escrito (Exo. 31: 18; Deut. 4: 13).
Aunque fue dado al hombre por la autoridad divina, el Decálogo no es una creación arbitraria de la voluntad divina.  Más bien es una expresión de la naturaleza divina.  El hombre fue creado a la imagen de Dios (Gén. 1: 27), fue hecho para ser santo como él es santo (1 Ped. 1: 15, 16), y los Diez Mandamientos son la norma de santidad ordenada por el cielo (ver Rom. 7: 7-25).  La clave de la interpretación espiritual de la ley fue dada con toda claridad por nuestro Señor Jesucristo en el inmortal Sermón del Monte (léase Mat. caps. 5-7).
El Decálogo es la expresión no sólo de la santidad sino también del amor (Mat. 22: 34-40; Juan 15: 10; Rom. 13: 8- 10; 1 Juan 2: 4). Si carece de amor cualquier servicio que prestemos a Dios o al hombre, no se cumple la ley.  Es el amor quien nos protege de violar los Diez Mandamientos pues, ¿cómo podríamos adorar otros dioses, tomar el nombre de Dios en vano y descuidar la observancia del día de reposo, si verdaderamente amamos al Señor? ¿Cómo podemos robar lo que pertenece a nuestro prójimo, testificar contra él o codiciar sus posesiones, si lo amamos?  El amor es la raíz de la fidelidad para con Dios y de la honra y el respeto por los derechos de nuestros prójimos.  Este siempre debiera ser el gran motivo que nos mueva a la obediencia Juan 14: 15; 15:10; 2 Cor. 5: 14; Gál. 5: 6).
Cuando un hombre viene primero a Cristo, con pleno conocimiento se abstendrá de todo el mal al cual ha estado acostumbrado.  En su origen, con el propósito de ayudar a los pecadores a distinguir entre el bien y el mal, el Decálogo fue dado principalmente en forma negativa.  La repetición de la palabra “No” demuestra que hay fuertes tendencias en el corazón que deben ser suprimidas (Jer. 17: 9; Rom. 7: 17-23; 1 Tim. 1: 9, 10).  Pero esta forma negativa abarca un amplio y satisfactorio campo de acción moral que se abre ante el hombre, y permite toda la amplitud de desarrollo del carácter que es posible.  El hombre sólo está restringido por las pocas prohibiciones mencionadas.  El Decálogo certifica de la verdad de la libertad cristiana (Sant. 2: 12; 2 Cor. 3: 17).  Aunque la letra de la ley, debido a sus pocas palabras, pueda parecer estrecha en sus alcances, su espíritu es “amplio sobremanera” (Sal. 119: 96).
El hecho de que los Diez Mandamientos fueran escritos en dos tablas de piedra, hace resaltar su aplicación a dos clases de obligaciones morales: deberes para con Dios y deberes para con el hombre (Mat. 22: 34-40).  Nuestras obligaciones para con Dios están forzosamente ligadas con nuestras obligaciones para con el hombre, pues el descuido de los deberes tocantes a nuestro prójimo rápidamente será seguido por el descuido de nuestros deberes para con Dios.  La Biblia no ignora la distinción entre la religión (deberes directamente relacionados con Dios) y la moral (deberes que surgen de las relaciones terrenales), sino que une ambas en un concepto más profundo: que todo lo que uno hace es hecho, por así decirlo, para Dios, cuya autoridad es suprema en ambas esferas (ver Miq. 6: 8; Mat. 25: 34-45; Sant. 1: 27; 1 Juan 4: 20).
Siendo palabras de Dios, los Diez Mandamientos deben distinguirse de las “leyes” (cap. 21: 1) basadas en ellos, e incluidas con ellos, en el “libro del pacto” para constituir la ley estatuida de Israel (ver cap. 24: 3).  Las dos tablas que comprenden el Decálogo -con exclusión de las otras partes de la ley – son llamadas de diversas formas: “el testimonio” (cap. 25: 16), “su pacto” (Deut. 4: 13), “las palabras del pacto” (Exo. 34: 28), las “tablas del testimonio” (Exo. 31: 18; 32: 15) y “las 613 tablas del pacto” (Deut. 9: 9-11).  Esas tablas de piedra, y sólo ellas, fueron colocadas dentro del arca del pacto (Exo. 25: 21; 1 Rey. 8: 9). Fueron así consideradas, en un sentido especial, como el vínculo del pacto.  La colocación de las tablas debajo del propiciatorio permite comprender la naturaleza del pacto que Dios hizo con Israel.  Muestra que la ley es la base, el fundamento del pacto, el documento obligatorio, el título de la deuda.  Sin embargo, sobre la ley está el propiciatorio, salpicado con la sangre de la propiciación, un testimonio reconfortante de que hay perdón en Dios para los que quebrantan los mandamientos.  El AT uniformemente hace una clara distinción entre la ley moral y la ley ceremonial (2 Rey. 21: 8; Dan. 9:11).
2.
Yo soy Jehová.
“Yahvéh” (BJ), un nombre propio derivado del verbo “ser”, “llegar a ser” (ver com.  Exo. 3: 14, 15).  Significa “el Existente”, “el Viviente”, “el Eterno”.  Por lo tanto, cuando Jesús dijo a los judíos de sus días: “Antes que Abrahán fuese, yo soy” (Juan 8: 58), ellos comprendieron que pretendía ser el “Jehová” del AT.  Esto explica su hostilidad y sus tentativas para matarlo (Juan 8: 59). Jesucristo, la segunda persona de la Deidad, fue el “Dios” de los israelitas a través de toda su historia (Exo. 32: 34; Juan 1: 1-3, 14; 6: 46, 62; 17: 5; 1 Cor. 10: 4; Col. 1: 13-18; Heb. 1: 1-3; Apoc. 1: 17, 18; PP 381).  Fue él quien les dio el Decálogo; fue él quien se declaró a sí mismo “Señor del sábado” (Mar. 2: 28, BJ).  El Gr. ho zon, “el que vive” (Apoc. 1: 18, BJ), es equivalente del Heb.  Eyeh ‘asher ‘ehyeh, el “Yo soy el que soy” de Exo. 3: 14.
Casa de servidumbre.
Dios proclamó su santa ley en medio de truenos y relámpagos, cuyo retumbar parece encontrar eco en las formas verbales imperativas de los mandamientos.  Los terrores del Sinaí tuvieron el propósito de colocar vívidamente delante del pueblo la pavorosa solemnidad del último gran día del juicio (PP 352).  Los exigentes preceptos del Decálogo hacen resaltar la justicia de su Autor y el rigor de sus requerimientos.  Pero la ley era también un recordativo de la gracia divina, pues el mismo Dios que proclamó la ley es Aquel que sacó a su pueblo de Egipto y lo libró del yugo de servidumbre.  Es Aquel que dio las preciosas promesas a Abrahán, Isaac y Jacob.
Puesto que las Escrituras hacen de Egipto un símbolo de pecaminosidad (Apoc. 11:8), la liberación de Israel de la esclavitud egipcia bien puede compararse con la liberación de todo el pueblo de Dios del poder del pecado.  El Señor libró a los suyos de la tierra de Faraón a fin de que pudiera darles su ley (Sal. 105:42-45).  De la misma manera, mediante el Evangelio, Cristo nos libra del yugo del pecado (Juan 8: 34-36; 2 Ped. 2: 19) para que podamos guardar su ley, que en él se traduce en verdadera obediencia (Juan 15: 10; Rom. 8: 1-4).  Reflexionen en esta verdad los que enseñan que el Evangelio de Cristo nos libra de los santos mandamientos del Decálogo.  La liberación de Egipto había de proporcionar el motivo de obediencia a la ley de Dios.  Nótese el orden aquí: primero el Señor salva a Israel; luego le da su ley para que la guarde.  El mismo orden es cierto bajo el Evangelio.  Cristo primero nos salva del pecado (Juan 1: 29; 1 Cor. 15: 3; Gál. 1: 4); luego vive su ley dentro de nosotros (Gál. 2: 20; Rom. 4: 25; 8: 1-3; 1 Ped. 2: 24).
3.
No tendrás.
Aunque el pacto fue hecho con Israel como un todo (cap. 19: 5), el uso de una forma singular del verbo muestra que Dios se dirigía a cada individuo de la nación y le requería obediencia a la ley.  No era suficiente la obediencia colectiva.  Para todos los tiempos, los Diez Mandamientos dirigen su exhortación a la conciencia de cada ser humano y gravitan sobre ella. (ver Eze. 18: 19, 20).
Delante de mí.
Literalmente, “delante de mi faz”.  Esta forma idiomática hebrea con frecuencia significa “además de mí”, “en adición a mí”, o “en oposición a mí”.  Siendo el único Dios verdadero, el Señor requiere que sólo él sea adorado.  Este concepto de un solo Dios era extraño a la creencia y práctica politeísta de otras naciones.  Dios nos exhorta para que lo coloquemos delante de todo lo demás, que lo coloquemos primero en nuestros afectos y en nuestras vidas, en armonía con el requerimiento de nuestro Señor en el Sermón del Monte (Mat. 6: 33).  La mera creencia no bastará, ni aun el reconocimiento de que él es el único Dios.  Le debemos una lealtad de todo corazón y una consagración como a un Ser personal a quien tenemos el privilegio de conocer, amar y en quien confiar y con quien podemos tener una comunión bendita.  Es peligroso depender de algo que no sea Dios, ya sea riqueza, conocimiento, posición o amigos.  Es difícil luchar contra las 614 seducciones del mundo, y es muy fácil confiar en lo que es visible y temporal (Mat. 6: 19-34; 1 Juan 2: 15-17).  No es difícil violar el espíritu de este primer mandamiento en nuestra era materialista, poniendo nuestra fe y confianza en alguna conveniencia o comodidad terrenal.  Al hacerlo podemos olvidarnos de Aquel que creó las cosas de que disfrutamos (2 Cor. 4: 18).
4.
Imagen.
Así como el primer mandamiento hace resaltar el hecho de que no hay sino un Dios, como protesta contra el culto a muchos dioses, el segundo pone énfasis en la naturaleza espiritual de Dios (Juan 4: 24), al desaprobar la idolatría y el materialismo.  Este mandamiento no prohíbe necesariamente el uso de esculturas y pinturas en la religión.  La habilidad artística y las imágenes empleadas en la construcción del santuario (Exo. 25: 17-22), en el templo de Salomón (1 Rey. 6: 23-26) y en la “serpiente de bronce” (Núm. 21: 8, 9; 2 Rey. 18: 4) prueban claramente que el segundo mandamiento no prohíbe el material religioso ilustrativo.  Lo que por él se condena es la reverencia, la adoración o semiadoración que las multitudes de muchos países rinden a las imágenes y pinturas religiosas.  La excusa de que los ídolos mismos no son adorados no disminuye la fuerza de esta prohibición.  Los ídolos no sólo no deben ser adorados; ni siquiera deben ser hechos, La necedad de la idolatría radica en que los ídolos son meramente el producto de la habilidad humana y, por lo tanto, inferiores al hombre y sometidos a él (Ose.  8: 6).  El hombre puede rendir verdadero culto dirigiendo sus pensamientos únicamente a Alguien que es mayor que él mismo.
Ninguna semejanza.
La triple división presentada aquí y en otro lugar (cielo, tierra y mar) abarca todo el universo físico, a base del cual los paganos idearon sus deidades y les dieron forma (Deut. 4: 15-19; Rom. 1: 22, 23).
5.
No te inclinarás.
Esto ataca la honra externa dada a las imágenes en el mundo antiguo.  No se las consideraba como emblemas sino como reales y verdaderas encarnaciones de la deidad.  Se creía que los dioses establecían su morada en esas imágenes.  Los que las hacían no eran estimados; aun podían ser despreciados. Pero su artefacto idolátrico era adorado con reverencia y se le rendía culto.
Dios, fuerte, celoso.
Dios rehúsa compartir su gloria con ídolos (Isa. 42: 8; 48: 11).  Declina el culto y servicio de un corazón dividido (Exo. 34: 12-15; Deut. 4: 23, 24; 6: 14, 15;Jos. 24: 15, 19, 20). Jesús mismo dijo: “Ninguno puede servir a dos señores” (Mat. 6: 24).
Visito la maldad.
Esta aparente amenaza ha turbado a algunos que ven en ella la manifestación de un espíritu vengativo.  Sin embargo, debiera hacerse una distinción entre los resultados naturales de una conducta pecaminosa y el castigo que se inflige debido a ella (PP 313).  Dios no castiga a un individuo por los malos hechos de otro (Eze. 18: 2-24).  Cada hombre es responsable delante de Dios sólo por sus propios actos.  Al mismo tiempo, Dios no altera las leyes de la herencia para proteger a una generación de los delitos de sus padres, pues esto no correspondería con el carácter divino y con la forma en que trata a los hombres.  La justicia divina visita la ” maldad” de una generación sobre la siguiente únicamente mediante esas leyes de la herencia que fueron ordenadas por el Creador en el principio (Gén. 1: 21, 24, 25).
Nadie puede eludir del todo las consecuencias de la disipación, la enfermedad, el libertinaje, el mal proceder, la ignorancia y los malos hábitos transmitidos por las generaciones precedentes.  Los descendientes de idólatras degradados y los vástagos de hombres malos y viciosos generalmente comienzan la vida con las taras provocadas por pecados de orden físico y moral, y cosechan los frutos de las semillas sembradas por sus padres.  La delincuencia juvenil comprueba la verdad del segundo mandamiento.  El ambiente también tiene un notable efecto sobre cada generación joven.  Pero puesto que Dios es bondadoso y justo, podemos confiar en que tratará equitativamente a cada persona teniendo muy en cuenta la influencia, sobre el carácter, de las taras congénitas, las predisposiciones heredadas y la influencia de los ambientes previos.  Su justicia y su misericordia lo demandan (Sal. 87: 6; Luc. 12: 47,48;Juan 15: 22; Hech. 17: 30; 2 Cor. 8: 12).  Al mismo tiempo nuestra meta es la de ser victoriosos sobre cada tendencia al mal heredada y cultivada (véase PVGM 255, 264, 265, ed.  P.P.; DTG 625).
Dios “visita” o “prescribe” los resultados de la iniquidad, no para vengarse sino para enseñar a los pecadores que una conducta indebida 615  inevitablemente produce tristes resultados.
Los que me aborrecen.
Es decir aquellos que, aunque conocen a Dios, rehúsan servirle.  Colocar nuestros afectos en dioses falsos de cualquier clase, colocar nuestra confianza en cualquier cosa que no sea el Señor, es “aborrecerlo”. Los que lo hacen, inevitablemente provocan dificultades y sufrimientos no sólo sobre ellos mismos sino también sobre los que vienen en pos de ellos.  Los padres que colocan a Dios en primer término, por así decirlo colocan también en primer término a sus hijos.  El uso de la vigorosa palabra “aborrecen”, típicamente oriental, sirve para expresar la más profunda desaprobación.  Todo lo que un hombre necesita hacer para clasificarse entre los que “aborrecen” a Dios, es amarlo menos de lo que ama a otras personas o cosas (Luc. 14: 26; Rom. 9: 13).
6.
Guardan mis mandamientos.
El verdadero amor a Dios se muestra mediante la obediencia.  Puesto que Dios mismo es amor y sus tratos con sus criaturas son motivados por el amor (1 Juan 4: 7-21), Dios no desea que lo obedezcamos como una obligación sino porque elegimos hacerlo (Juan 14: 15, 21; 15: 10; 1 Juan 2: 5; 5: 3; 2 Juan 6).
7.
En vano.
La palabra así traducida significa “iniquidad”, “falsedad”, “vanidad”, “vacuidad”.  Inculcar reverencia es el principal propósito del tercer mandamiento (Sal. 111: 9; Ecl. 5: 1, 2), que es una secuela apropiada de los dos que lo preceden.  Los que sólo sirven al verdadero Dios, y le sirven en espíritu y en verdad, evitarán cualquier uso descuidado, irreverente o innecesario del nombre santo.  No blasfemarán.  La blasfemia, o cualquier lenguaje descuidado por el estilo, no sólo viola el espíritu de la religión sino que indica también falta de educación y caballerosidad.
Este mandamiento no sólo se aplica a las palabras que debiéramos evitar sino al cuidado con que debiéramos usar las que son buenas (ver Mat. 12: 34-37).
El tercer mandamiento también condena las ceremonias vacuas y el formalismo en el culto (ver 2 Tim. 3: 5) y exalta el culto realizado en el verdadero espíritu de santidad (Juan 4: 24).  Muestra que no es suficiente la obediencia a la letra de la ley.  Nadie reverenció nunca más estrictamente el nombre de Dios que los judíos, quienes hasta el día de hoy no lo pronuncian.  Como resultado, nadie sabe cómo debiera pronunciarse.  Pero en su sujeción extrema a la letra de la ley, los judíos rindieron a Dios un homenaje vacío.  Ese falso celo no impidió la trágica equivocación cometida por la nación judía hace 2.000 años (Juan 1:11; Hech. 13: 46).
El tercer mandamiento también prohíbe el juramento falso, o perjurio, que siempre ha sido considerado como una grave falta social y moral digna del más severo castigo.  El uso descuidado del nombre de Dios denota una falta de reverencia para con él.  Si nuestro pensamiento se enfoca en un plano espiritualmente elevado, nuestras palabras también serán elevadas y serán dictadas por lo que es honrado y sincero (Fil. 4: 8).
8.
Acuérdate.
Esta palabra no hace más importante al cuarto mandamiento que a los otros nueve.  Todos lo son igualmente. Quebrantar uno, es quebrantarlos todos (Sant. 2: 8-11).  Pero el mandamiento del día de reposo nos recuerda que el séptimo día, el sábado, es el descanso señalado por Dios para el hombre, y que ese reposo se remonta hasta el mismo comienzo de la historia humana y es una parte inseparable de la semana de la creación (Gén. 2: 1-3; PP 348).  Carece por completo de base el argumento de que el sábado fue dado al hombre por primera vez en el Sinaí. (Mar. 2: 27; PP 66, 67, 263).  En un sentido personal, el sábado se presenta como un recordativo de que en medio de los afanes apremiantes de la vida no debiéramos olvidar a Dios.  Entrar plenamente en el espíritu del sábado es hallar una valiosa ayuda para obedecer el resto del Decálogo.  La atención especial y la dedicación dadas, en este día de descanso, a Dios y a las cosas de valor eterno, proveen un caudal de poder para obtener la victoria sobre los males contra los cuales se nos advierte en los otros mandamientos. El sábado ha sido bien comparado a un puente tendido a través de las agitadas aguas de la vida sobre el cual podemos pasar para llegar a la orilla opuesta, a un eslabón entre la tierra y el cielo, un símbolo del día eterno cuando los que sean leales a Dios se revestirán para siempre con el manto de la santidad y del gozo inmortales.
Debiéramos “recordar” también que el mero descanso del trabajo físico no constituye la observancia del sábado.  Nunca fue la intención que el sábado fuera un día de ociosidad e 616 inactividad.  La observancia del sábado no consiste tanto en abstenerse de ciertas formas de actividad como en participar deliberadamente en otras.  Dejamos la rutina semanal del trabajo sólo como un medio para dedicar el día a otros propósitos.  El espíritu de la verdadera observancia del sábado nos inducirá a aprovechar sus horas sagradas procurando comprender más perfectamente el carácter y la voluntad de Dios, a apreciar más plenamente su amor y misericordia y a cooperar más eficazmente con él ayudando a nuestros prójimos en sus necesidades espirituales.  Cualquier cosa que contribuya a esos propósitos primordiales es apropiada para el espíritu y la finalidad del sábado. Cualquier cosa que contribuya en primer lugar a la complacencia de los deseos personales de uno o a la prosecución de los intereses propios, es tan ajena a la verdadera observancia del sábado como un trabajo común. Este principio se aplica tanto a los pensamientos y a las palabras como a las acciones.
El sábado nos remonta a un mundo perfecto en el remoto pasado (Gén. 1: 31; 2: 1-3), y nos advierte que hay un tiempo cuando el Creador, otra vez, hará “nuevas todas las cosas” (Apoc. 21: 5).  También es un recordativo de que Dios está listo para restaurar, dentro de nuestros corazones y de nuestras vidas, su propia imagen tal como era en el principio (Gén. 1: 26, 27).  El que entra en el verdadero espíritu de la observancia del sábado se hace así idóneo para recibir el sello de Dios, que es el reconocimiento divino de que el carácter del Eterno está reflejado perfectamente en la vida del hombre (Eze. 20: 20).  Una vez cada semana tenemos el feliz privilegio de olvidar todo lo que nos recuerde este mundo de pecado, y “acordarnos” de las cosas que nos acercan a Dios.  El sábado puede llegar a ser para nosotros un pequeño santuario en el desierto de este mundo, donde por un tiempo podemos estar libres de sus cuidados y podemos entrar, por así decirlo, en los gozos del cielo.  Si el descanso del sábado fue deseable para los seres sin pecado del paraíso (Gén. 2: 1-3), ¡cuánto más esencial lo es para los falibles mortales que se preparan para entrar de nuevo en esa bendita morada!
9.
Trabajarás.
Esto es tanto un privilegio como una orden.  El trabajo que se deba hacer tiene que realizarse en los seis primeros días de la semana, de modo que el sábado, el cual corresponde al séptimo día, pueda quedar libre para el culto y el servicio de Dios.
10.
El séptimo día.
Ningún trabajo secular innecesario ha de realizarse en ese día.  El sábado debe emplearse en meditación religiosa, en el culto y servicio para Dios.  Además proporciona una oportunidad para el descanso físico. Esta característica del sábado es muy importante para el hombre en su estado pecaminoso, cuando debe ganarse el pan con el sudor de su rostro (Gén. 3: 17-19).
Reposo para Jehová.
En hebreo, “reposo” no lleva artículo definido, “el”, pero esto no le quita exactitud al mandamiento del sábado.  El punto de controversia entre los observadores del domingo y los del sábado no es si un cristiano debe descansar -no hacer “en él obra alguna”- un determinado día de la semana, sino qué día de la semana debe ser: el primero o el séptimo.  El mandamiento contesta inequívocamente: “el séptimo día”.  El mandamiento divide la semana en dos partes: (1) En “seis días. . . harás toda tu obra”. (2) En “el séptimo día. . . no hagas. . . obra alguna”.  Y ¿por qué esta prohibición de trabajar en “el séptimo día”?  Porque es “reposo para Jehová”.  La palabra reposo viene del Heb. shabbáth, que significa “descanso”.  De modo que el mandamiento prohibe trabajar en “el séptimo día” porque es un día de descanso del Señor.  Esto nos hace remontar al origen del sábado, cuando Dios “reposó el día séptimo” (Gén. 2: 2). Por lo tanto, es claro que el contraste no es entre “el” y “un”, sino entre “trabajar” y “descansar”.  “Seis días”, dice el mandamiento, son días de trabajo, pero “el séptimo día” es un día de descanso.  Que “el séptimo día” es el único día de descanso de Dios resulta evidente por las palabras con que comienza el mandamiento: “Acuérdate del día de reposo [sábado] para santificarlo”.
Los ángeles anunciaron a los pastores: “Os ha nacido . . . un Salvador” (Luc. 2: 11).  No llegamos por ello [el uso del artículo "un"] a la conclusión de que Cristo fue tan sólo uno de muchos salvadores. Captamos el significado de las palabras de los ángeles cuando ponemos el énfasis en la palabra “Salvador”.  Cristo vino, no como un conquistador militar o un rey terrenal, sino como un Salvador.  Otros numerosos pasajes tratan de esa salvación como única en su género y de que no podemos ser salvados por ningún otro.  Así es también 617 con el asunto de “el” y “un” en el cuarto mandamiento.
No hagas en él obra alguna.
Esto no prohibe las obras de misericordia o el trabajo esencial para la preservación de la vida y la salud que no puede realizarse en otros días.  Siempre “es lícito hacer bien en sábado” (Mat. 12: 1-14, BJ; Mar. 2: 23-28).  El descanso de que aquí se habla no ha de ser considerado meramente en términos de la cesación del trabajo ordinario, aunque por supuesto esto está incluido. Debe ser un descanso santo, en el cual haya comunión con Dios.
Ni tu bestia.
El cuidado de Dios por los animales resalta repetidas veces en los escritores del AT (Exo. 23: 5, 12; Deut. 25: 4).  El los recordó en el arca (Gén.  8: 1).  Estuvieron incluidos en su pacto que siguió al diluvio (Gén. 9: 9-11).  El sostiene que los animales son suyos (Sal. 50: 10).  La presencia de “muchos animales” fue una razón para que Nínive fuera preservada (Jon. 4: 11).
Tu extranjero.
Es decir un extranjero que, por propia voluntad, se unió con los israelitas.  Una “grande multitud” salió de Egipto con Israel (Exo. 12: 38) y lo acompañó en sus peregrinaciones por el desierto.  Mientras eligieran permanecer con los israelitas, habían de conformarse con los requisitos que Dios estableció para su propio pueblo.  En un sentido, esto restringía su libertad, pero estaban libres para irse si no deseaban obedecer.  En compensación, por así decirlo, compartían las bendiciones que Dios prodigaba a Israel (Núm. 10: 29; Zac. 8: 22, 23).
11.
Hizo Jehová.
Es significativo que Cristo mismo, como Creador (Juan 1: 1-3), descansó en el primer sábado del mundo (DTG 714) y pronunció la ley en el Sinaí (PP 381).  Los que son creados de nuevo a la semejanza divina (Efe. 4: 24) elegirán seguir su ejemplo en este y en otros asuntos (1 Ped. 2: 21).  El Creador no “reposó” debido a cansancio o fatiga (Isa. 40: 28).  Su “reposo” fue cesación de trabajo al terminar una tarea completada (Gén. 1: 31 a 2: 3). Al descansar nos dio un ejemplo (Mat. 3:15; cf.  Heb. 4: 10).  El sábado fue hecho para el hombre (Mat. 2: 27), para satisfacer una necesidad que fue originalmente espiritual pero que, con la entrada del pecado, se convirtió también en física (Gén. 3: 17-19).  Una de las razones por las cuales los israelitas fueron libertados de Egipto fue para que pudieran observar el día de descanso señalado por Dios.  Su opresión en Egipto había hecho dificilísima tal observancia (ver Exo. 5: 5-9; Deut. 5: 12-15; PR 134).
12.
Honra a tu padre.
Habiendo abarcado con los cuatro primeros mandamientos nuestros deberes para con Dios, ahora entramos en la segunda tabla de la ley, que trata de nuestros deberes para con nuestros prójimos (Mat. 22: 34-40).  Puesto que antes de la edad cuando se tiene responsabilidad moral los padres son para sus hijos como los representantes de Dios (PP 316), es lógico y adecuado que nuestro primer deber que atañe al hombre se refiriera a ellos (Deut. 6: 6, 7; Efe. 6: 1-3; Col. 3: 20).  Otro propósito de este mandamiento es crear respeto por toda autoridad legítima.  Un respeto tal comienza con el concepto que los niños tienen de sus padres. En la mente del niño esto se convierte en la base para el respeto y la obediencia que se deben a los que tienen una autoridad legítima sobre él para toda la vida, particularmente en la iglesia y en el estado (Rom. 13: 1-7; Heb. 13: 17; 1 Ped. 2: 13-18).  Está incluido en el espíritu de este mandamiento el pensamiento de que los que gobiernan en el hogar y fuera de él debieran conducirse de tal manera que sean siempre dignos del respeto y de la obediencia de quienes dependen de ellos (Efe. 6: 4, 9; Col.3:21; 4: 1).
13.
No matarás.
Cualquier comprensión correcta de nuestra relación con nuestro prójimo indica que debemos respetar y honrar su vida, pues toda vida es sagrada (Gén. 9: 5, 6). Jesús magnificó (Isa. 42: 21) este mandamiento al incluir, como parte de su violación, la ira Y el desprecio (Mat. 5: 21, 22).  Más tarde el apóstol Juan añadió a su violación el odio (1 Juan 3: 14, 15).  Este mandamiento no sólo prohibe la violencia física sino lo que es de consecuencias mucho mayores: el daño hecho al alma.  Lo violamos cuando inducimos a otros al pecado por nuestro ejemplo y nuestra conducta y contribuimos así a la destrucción de sus almas.  Los que corrompen al inocente y seducen al virtuoso “matan” en un sentido mucho peor que el asesino y el bandido, pues hacen algo más que matar el cuerpo (Mat. 10: 28).
14.
No cometerás adulterio.
Esta prohibición no sólo abarca el adulterio sino también la fornicación e impureza de toda y cualquier clase, en hechos, palabras y pensamientos (Mat. 5: 27, 28).  Este, nuestro tercer deber 618 para con nuestro “prójimo”, significa respetar y honrar el vínculo sobre el cual se edifica la familia, el de la relación matrimonial, que para el cristiano es tan preciosa como la vida misma (Heb. 13: 4).  El casamiento hace del esposo y la esposa “una sola carne” (Gén. 2: 24).  Ser desleal a esta unión sagrada, o inducir a otro a serlo, es despreciar lo que es sagrado y es también cometer un crimen.  A través de toda la historia humana, por regla general no se ha considerado como una falta grave el que un esposo se convirtiera en adúltero.  Sin embargo, si la esposa era la culpable, se la trataba con la máxima severidad. La sociedad habla de la “mujer caída”, pero poco se dice del “hombre caído”.  El mandamiento se aplica con igual fuerza a ambos: al esposo y a la esposa (Heb. 13: 4; Apoc. 21: 8).
15.
No hurtarás.
Aquí se presenta el derecho a tener propiedades, derecho que ha de ser respetado por otros.  Para que tan siquiera exista la sociedad, este principio debe ser salvaguardado; de lo contrario no hay seguridad ni protección.  Todo sería anarquía.  Este mandamiento prohibe cualquier acto por el cual obtengamos, directa o indirectamente, los bienes de otro faltando a la honradez.  Especialmente en estos días, cuando cada vez aparece más borroso el concepto claro de la moralidad, es bueno recordar que la adulteración, el ocultamiento de defectos, la presentación tramposa de la calidad y el empleo de pesas y medidas falsas son todos actos de robo, tanto como los de un ladrón o ratero.
Los empleados roban cuando reciben una “comisión” a espaldas de sus superiores, o se apropian de lo que no entra explícitamente en un convenio, o descuidan hacer cualquier trabajo para el que se los ha contratado, o lo realizan descuidadamente, o dañan con su negligencia los bienes del propietario o los menoscaban, derrochándolos.
Roban los empleadores cuando retienen de sus empleados los beneficios que les prometieron, o permiten que se atrase el pago de sus salarios, o los fuerzan a trabajar fuera de horario sin la debida remuneración, o los privan de cualquier otra consideración que razonablemente tienen derecho a esperar.  Roban quienes ocultan mercancías de un inspector de aduana o las desfiguran en cualquier forma, o los que falsean sus declaraciones de impuestos, o quienes defraudan a los mercaderes incurriendo en deudas que nunca pueden ser cubiertas, o los que en vista de una bancarrota inminente transfieren sus propiedades a un amigo, con el entendimiento de que más tarde le serán devueltas, o quienes recurren a cualquiera de las llamadas tretas de comerciante.
Con la excepción de los que están imbuidos por el espíritu de honradez, de los que aman la justicia, la equidad y el recto proceder, de los que tienen como la ley de su vida el tratar a otros como les gustaría que otros los trataran a ellos, en una manera u otra todos los demás defraudan a su “prójimo”.  Podemos robar a otros en formas más sutiles: quitándoles su fe en Dios mediante la duda y la crítica; mediante el efecto destructor de un mal ejemplo, cuando ellos esperaban de nosotros una conducta muy diferente; confundiéndolos o dejándolos perplejos mediante declaraciones que no están preparados para entender; con chismes calumniosos y perniciosos que pueden despojarlos de su buen nombre y carácter.  Cualquiera que retiene de otro lo que en justicia le pertenece, o se apodera de lo ajeno para su propio uso, está robando.  El aceptar como propios el reconocimiento por el trabajo o las ideas de otros; el usar lo ajeno sin permiso, o el aprovecharse de otro en cualquier forma, todo eso también es robar.
“El buen nombre en hombres y mujeres,

mi querido señor,

es la joya preciosa de sus almas:

quien roba mi portamonedas,

roba hojarasca; es algo, nada;

eso fue mío, ahora es de él,

y ha pertenecido a millares;

pero el que hurta disminuyendo mi buen

nombre,

me roba lo que no lo enriquece,

y ciertamente a mí me empobrece”.
16.
Falso testimonio.
Este mandamiento puede ser transgredido de una manera pública mediante un testimonio mentiroso dado ante un tribunal (cap. 23: 1).  El perjurio siempre ha sido considerado como un delito grave contra la sociedad, y condignamente castigado.  En Atenas, un testigo falso sufría una fuerte multa. Si se le comprobaba tres veces esa falta, perdía sus derechos civiles.  En Roma, una ley de las Doce Tablas condenaba al perjuro a ser arrojado cabeza abajo desde la roca Tarpeya.  En Egipto, el castigo era la amputación de la nariz y las orejas. 619
Esta prohibición del Decálogo frecuentemente es violada hablando mal de otro, con lo que su reputación es manchada, sus motivos son tergiversados y su nombre es denigrado.  Son demasiados los que hallan que es insípido e insustancial alabar a sus prójimos o hablar bien de ellos.  Encuentran una emoción maligna en hacer resaltar los defectos de conducta de otros, en juzgar sus motivos y criticar sus esfuerzos.  Ya que por desgracia muchos siempre están listos y ávidos para escuchar esta supuesta sabiduría, se aumenta la emoción y se exalta el yo egoísta y pecaminoso del detractor. Este mandamiento también puede ser quebrantado por los que se quedan en silencio cuando oyen que un inocente es calumniado injustamente.  Puede ser quebrantado por un encogimiento de hombros o un arquear de las cejas.  Cualquiera que desfigura, de cualquier manera, la verdad exacta para obtener una ventaja personal o por cualquier otro propósito, es culpable de dar “falso testimonio”.  La supresión de la verdad que podría perjudicarnos o perjudicar a otros, también significa dar “falso testimonio”.
17.
No codiciarás.
El décimo mandamiento complementa al octavo pues la codicia es la raíz de la cual crece el robo.  En realidad, el décimo mandamiento toca las raíces de los otros nueve.  Representa un avance notable más allá de la moral de cualquier otro antiguo código.  La mayoría de los códigos no fueron más allá de los hechos y unos pocos tomaron en cuenta las palabras, pero ninguno tuvo el propósito de moderar los pensamientos.  Esta prohibición es fundamental para la experiencia humana porque penetra hasta los motivos que están detrás de los actos externos.  Nos enseña que Dios ve el corazón (1 Sam. 16: 7; 1 Rey. 8: 39; 1 Crón. 28: 9; Heb. 4: 13) y se preocupa menos del acto externo que del pensamiento del cual brotó la acción.  Establece el principio según el cual los mismos pensamientos de nuestro corazón están bajo la jurisdicción de la ley de Dios, y que somos tan responsables por ellos como por nuestras acciones.  El mal pensamiento acariciado promueve un mal deseo, el cual a su tiempo da a luz una mala acción (Prov. 4: 23; Sant. 1: 13-15).  Un hombre puede refrenarse de adulterar debido a las sanciones sociales y civiles que acarrean tales transgresiones y, sin embargo, a la vista del cielo puede ser tan culpable como si cometiera el hecho (Mat. 5: 28).
Este mandamiento básico revela la profunda verdad de que no somos los impotentes esclavos de nuestros deseos y nuestras pasiones naturales.  Dentro de nosotros hay una fuerza, la voluntad, que, bajo el control de Cristo, puede someter cada pasión y deseo ilegítimos (Fil. 2: 13).  Además, es un resumen del Decálogo al afirmar que el hombre es esencialmente un ente moral libre.